Los personajes de Luis Buñuel en Los olvidados provocan desprecio, ternura, lástima y compasión al mismo tiempo; juicio moral cinematográfico que agrega el espectador y que rebasa por poco los arquetipos del neorrealismo italiano
Bajo la dirección de Luis Buñuel Portolés, Los olvidados (1950) detalla la historia de otra época en el cine mexicano, donde la sociedad no enaltece al pobre por ser caritativo y honesto a pesar de la miseria que trata de corregir la sociedad. Al contrario, muestra una gran ciudad que esconde tras sus mayestáticos edificios, hogares de penuria que albergan niños malnutridos, sin higiene, educación ni amor paternal; semilleros de futuros delincuentes.
Así lo establece en sus primeras líneas el director español Luis Buñuel, al mencionar que “la sociedad trata de corregir este mal, pero el éxito de sus esfuerzo es muy limitado, sólo en un futuro próximo podrán ser reivindicados los derechos del niño y del adolescente para que sean útiles a la sociedad”, como si haber nacido carente fuera el inicio de una vida llena de nada, salvo por los vicios y refugio que se encuentra en la calle.
Situada en una línea del neorrealismo italiano, cuyo movimiento narrativo y cinematográfico fue mostrar condiciones sociales más auténticas y humanas, alejándose del estilo histórico y hasta figurativo. Buñuel evidenció esta corriente en las escenas de obsesión por las gallinas, una secuencia del sueño de Pedro (Alfonso Mejía) y el huevo lanzado hacia la cámara.
Tras un prólogo de casi dos minutos con las imágenes de Nueva York, París y Londres, se contrasta la modernidad de esas grandes ciudades con las calles capitalinas: no pavimentadas, con mercados donde los mendigos trabajan bajo el sol para ganarse un peso, el trabajo infantil evidente y donde la discriminación y falta de recursos llevan a delinquir. La cámara localiza enclaves de la Ciudad de México -entonces Distrito Federal- y abusa de presenciar ociosidades en los jóvenes desamparados que prefieren estar sin hogar a sufrir maltratos y abusos. Su familia está en el barrio marginal, en las pandillas que forman para “protegerse” y continuar vagando.
Es la realidad del bajo fondo urbanizado: ausencia del padre, el complejo de Edipo, orfandad, maldad y muerte. Todo ello llevado por secuencias oníricas como la constante presencia de las gallinas, acompañadas de la música atormentada e inquietante de Rodolfo Halffter y Gustavo Pittaluga, y la repetición de alzamiento de brazos para hacer daño o matar. Además se destaca el machismo, alcoholismo, pedofilia y una ausencia de la madre santa y pura como la virgen María, para denotar a la mujer cansada de la maternidad, pero sí abierta a su sexualidad.
Conocemos a Jaibo (Roberto Cobo), un joven que escapa de la correccional para reunirse con sus compañeros de calle, como líder todos lo adulan y replican sus obras de maldad como si fueran dignas de reconocer. En su primer día fuera de la prisión intenta robar a un anciano ciego, logrando su cometido al romper sus instrumentos musicales y llevándose los pocos centavos que había ganado cantando entre los puestos.
Sin embargo, su venganza es contra Julián, un adolescente trabajador que pasa la vida entre la albañilería y sacando a su padre de las cantinas. Aquí surge Pedro, un niño infortunado amigo de Jaibo, quien a pesar de tener madre y hermanos pequeños no tiene apoyo. Cuando una noche llega a su casa, su mamá se niega a darle de comer argumentando su vagancia y malas compañías.
Sintiéndose excluido, reclama a su madre la falta de cariño, decidiendo finalmente dormir una vez más fuera de casa, donde hace amistad con un niño foráneo abandonado por su padre, a quien más tarde apodan “ojitos”. En esa noche, también se encuentran con Julián, que busca incesantemente a su papá alcohólico.
La acción siguiente ocurre en la casa de “cacarizo”, otro joven pandillero que tiene a su madre enferma y una hermana que sufre acoso por parte de adultos y pubertos. No es hasta el próximo día cuando se muestra la crudeza de la humanidad, sobre todo en los desdichados, aquí se termina el mito del director Ismael Rodríguez en películas como Nosotros los pobres (1947) y Ustedes los ricos (1948), donde un humilde carpintero vivía junto a su hija, madre paralítica y su novia las alegrías de la miseria.
A través del largometraje, el creador de Un perro andaluz (1929) manifiesta la idiosincrasia mexicana aunada con la ignorancia. En una escena, Don Carmelo (Miguel Inclán) se encuentra en casa de “cacarizo” para sanar a su madre que sufre de dolores lumbares, mediante limpias energéticas. En ese contexto, se sobreponen las creencias y religión ante la medicina, cuando sacrifica una paloma blanca seguido de un rezo, para aliviar supuestamente su malestar.
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Otro escenario similar es el que plantea con “ojitos” y Meche -hermana de “cacarizo”-, cuando le relata que esperó una luna llena para entrar al panteón y así obtener un diente de muerto para utilizarlo como amuleto ante cualquier padecimiento. Sin duda, con palabras de Dave Kehr de Chicago Reader, “la aparente falta de compasión hacia sus delincuentes juveniles es lo que finalmente hace de la película un poderoso documento social y una perturbadora obra dramática”.
Para 1950, Luis Buñuel se posicionaba con grandes éxitos en taquilla, ya había realizado dos mediometrajes y tres largometrajes: Las Hurdes (1933), Gran Casino (1947) y El Gran Calavera (1949), por lo que el productor Óscar Dancingers abrió la posibilidad de que realizara una cinta sobre la pobreza infantil en el país. Sin embargo, ante las constantes críticas, le obligó a rodar otro final para que la historia concluyera de una forma feliz, muy al estilo del cine de oro. Pese al tratamiento, compitió por la Palma de Oro en el Festival de Cine de Cannes.
La película se estrenó el 9 de noviembre de 1950, una semana después fue retirada de las carteleras debido a la ausencia del público, por la contrariedad de un México próspero de un cine nacional sellado de patriotismo. Al año siguiente, apoyada de escritores como Octavio Paz, ganó el premio a mejor dirección en Cannes. Fue entonces cuando la crítica cinematográfica marcó un antes y un después, convirtiéndola en un referente hasta la actualidad.
En 2003, el negativo original fue inscrito en el Programa Internacional Memoria del Mundo de la UNESCO, el cual preserva el patrimonio cultural más representativo de las lenguas, pueblos y culturas del mundo. No sólo se ha reconocido su valor estético, artístico o representativo, ahora forma parte de la identidad cultural mexicana.
Uno de los detalles que realza esta propuesta, es la fotografía de Gabriel Figueroa, ya que su obra contribuyó de manera determinante a formar una imagen definida de lo que era la Época de Oro del cine mexicano. Su experiencia con el manejo de luces y su ojo privilegiado también permitió visibilizar la riqueza humana. En Los olvidados se observa una técnica que comparte elementos con el muralismo, a tal grado que en filmaciones pasadas Diego Rivera lo nombró el cuarto muralista junto con José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros. De hecho, cuando Buñuel confirmó la participación del fotógrafo, este externó su alivio al confesar “por fin, podrá hacer fotos anti artísticas e indignas de ningún premio en los salones de otoño internacionales”.
En resumen, queda lejos de El ladrón de bicicletas (1948), una película emblemática del neorrealismo italiano, porque retoma bondadosas víctimas de un mundo desigual. Al día de hoy, el gran filme de Buñuel sigue dramatizado y dejando obsoletos los sentimientos moralizados de las historias donde la pobreza era sinónimo de mansedumbre. Entre los barrios del México actual sigue la misma carencia juvenil, los vicios y malas costumbres, el trabajo de calle; un panorama desolador.